Al parecer, los prejuicios jamás
nos abandonan. Habíamos pasado de ser “diferentes” en un ambiente que profesaba
el culto a la superficialidad, a ser los profetas de la plasticidad en el mundo
en el que buscábamos refugiarnos. Sin embargo, no porque hubiésemos cambiado
nuestros ideales; no porque hubiésemos dado un giro de ciento ochenta grados ni
porque nos gustase diferir de la muchedumbre. Era culpa de los prejuicios: esa
hidra a la que le crecen más cabezas cada vez que se intenta cortar una, de la
que parece no haber escapatoria, de la que parece no haber salvación.
Habíamos llegado a este nuevo
mundo decididos a encontrar nuestro lugar, esperando ver brazos abiertos y ojos
amables dispuestos a compartir ese amor común del que todos nos jactábamos y que
parecía unir a sólo un selecto grupo de la sociedad. En su lugar nos topamos
con la feroz competencia y con la hidra, otra vez.
¿Acaso no sufrieron ustedes lo
mismo que nosotros? ¿No deberíamos intentar estar todos juntos? Resulta irónico
que se hayan convertido en lo que dicen odiar, acusándonos a nosotros de
personificarlo. No nos conocen. No saben quiénes somos. Y así como nosotros no
sabemos los pormenores que hay encerrados tras las puertas de su mundo, ustedes
no saben los que hay en el nuestro. No saben que el nuestro también es un mundo
de matar o morir, donde en lugar de haber navajas hay palabras: eso mismo que
amamos es lo que nos destruye; no saben que es un mundo que no te incita a ir
más allá, en donde la inercia es la característica privilegiada; no saben lo
crueles que son todos si no se encaja con el estereotipo estético.
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