jueves, 2 de julio de 2020

Condenada al letargo de la monotonía cobarde




Te siento en las tazas de café que tomo todas las mañanas, de manera religiosa. Te siento en las canciones que escucho cuando camino hasta mi casa después del laburo. Te siento en esas silenciosas lágrimas que suelto cada vez que me encierro en el baño, cuando no aguanto más y escapo un rato de la compañía, para asegurarme de que nadie se dé cuenta de que, en realidad, no estoy tan bien como digo que estoy. Te siento en todos esos pequeños rituales en solitario, rituales que repito todos los días, de la misma manera y casi durante los mismos horarios, rituales que me dejan tiempo para pensar en todas las decisiones que tomé, en dónde estoy ahora. ¿Te acordás cuando me dijiste que era mejor morir por amor que vivir sumido en el letargo de la monotonía cobarde? Elegí la segunda y ahora estoy pagando las consecuencias. Tenías razón.

Nuestra historia fue, como toda historia de amor, una simple posibilidad entre muchas: una posibilidad que nunca pudimos concretar. Me pregunto siempre, como te preguntaba a vos en esas noches llenas de birra, humo y confesiones, ¿será que existe la opción correcta? ¿Será que sí había un camino para cada uno de nosotros y, como boludos, decidimos doblar en el desvío equivocado? Si siguiéramos hablando como antes, sé qué me dirías. Me dirías que me deje de joder con la filosofía barata y haga algo: que si te quiero que te busque, que lo deje y te busque, que a las cosas hay que hacerlas y no pensarlas. Pero no es tan fácil, te respondería yo. No es tan fácil, porque ya pasaron años y años desde esas épocas en las que nos contábamos todos y disfrutábamos de esa tensión y de esa chispa, siempre ignoradas, pero omnipresentes.
Lo más triste de todo es que yo había aprendido a vivir así. Había aprendido a vivir conforme, pretendiendo que alcanzo el cielo cada vez que él me toca, cuando, en realidad, no parezco ni poder levantarme del piso. Yo vivía bien sin conocer las formas reales de todo aquello que me pasaba por delante, como si estuviésemos todos sumergidos en una enorme pileta. Lo borroso me era natural y el casi tenía para mí el mismo peso que el todo. Las cosas eran tan simples cuando estabas lejos, cuando yo te imaginaba cumpliendo tus sueños, sin recordarme a mí ni a los recitales a los que íbamos y durante los que el mundo se suspendía mientras bailábamos juntos, sin coordinar ni un solo movimiento.
Pero ahora estás acá. Ahora das clases en el curso del lado. Ahora compartís conmigo el espacio que tanto decíamos odiar y al que nos terminamos volcando por pura vocación. Ahora mis ojos se encuentran con los tuyos mientras te paso un mate en la sala de profes, donde el roce de tus dedos con los míos se convierte en una simple reminiscencia de esa juventud perdida e irrecuperable, de ese amor que nunca fue pero pudo ser. Creo que lo que más me pesa de todo esto, es que nunca llegué a conocer lo que serían tus labios sobre los míos, tu piel contra mi piel, en algo más que un fingido abrazo fraternal.
¿Pensás vos en mí casi tanto como yo te pienso? Si te hago caso y te voy a buscar, después de tantos años de ignorar el sentimiento que siempre supimos nos consumía, ¿vendrías conmigo?