miércoles, 21 de abril de 2021

Papá



Mire, ya lo dije varias veces a esto: para mí se suicidó. Sí, ya sé que la casa estaba destrozada, que tenía golpes raros en el cuerpo y que lo encontraron en posición vertical, algo imposible que, honestamente, no le puedo explicar, pero mi papá no estaba bien de la cabeza. Nunca lo estuvo. Crecer con él no fue fácil, ¿sabe? Al principio sí, cuando estábamos los tres y yo pensaba que nadie se podía amar tanto como se amaban mis papás. Mi mamá era una mujer hermosa, siempre lo fue, pero no era eso lo que le gustaba a mi papá. Incluso después de que ella se fue, después de que desapareció y nunca supimos a dónde terminó, él seguía diciendo que lo que lo había enamorado era su carácter. A mi mamá nadie la pasaba por encima, ¿sabe? Ella sabía lo que quería y no paraba hasta conseguirlo. Así era con todo. Me acuerdo de una vez que el quiosquero no nos quería vender alfajores, porque decía que no señaba a nadie, que no eran tiempos para andar confiándole plata a desconocidos, y yo lloraba, vio cómo son los nenes, lloraba porque quería alfajores, y mamá no me aguantaba más así que le rogó al quiosquero que nos señara, que le íbamos a pagar, que confíe, que éramos una familia de palabra. Yo era chiquita, ¿eh? Habré tenido cuatro años en ese momento, pero todavía me acuerdo de cómo gritaba mi mamá, de cómo asustó al quiosquero hasta que nos dio los benditos alfajores.

Pero bueno, me estoy desviando mucho, ya sé. Lo importante acá no son ni mi mamá ni su carácter, lo importante acá es papá. Yo entiendo que a ustedes los periodistas les encanta encontrar algo de misterio, algo emocionante en donde no lo hay, por muy mórbido que sea, especialmente en lo que respecta a gente reconocida como lo era mi papá, pero lamento decepcionarlo: acá no había más que un hombre triste que se mató. Un hombre triste, solo y loco, ¿qué quiere que le diga? Sí, ya sé que suena frío decirlo así y más vale que yo amaba a mi papá, pero con el tiempo aprendí a decir las cosas como son.

Como le dije, mi papá nunca estuvo muy bien de la cabeza. Incluso cuando mamá estaba con nosotros, él se ponía raro de vez en cuando. A veces creo, aunque nuca lo digo en voz alta y nunca se lo dije a papá, que esa es una de las razones por las que ella se fue, porque no aguantaba sus locuras. ¿Que a qué me refiero con sus locuras? Y, no sé, es complicado de explicar, pero mi papá estaba seguro de que él tenía un vínculo especial con San La Muerte, de que él le debía algo a ese santo, que tenía que continuar con su propósito. No, nunca me dijo nada él, no hablábamos de cosas serias nosotros, pero yo lo escuchaba a veces, cuando se encerraba en su santuario y hablaba solo, o con el Santo, vaya uno a saber con quién hablaba. Si quiere le puedo pasar a mostrar el santuario, seguro debe estar igual. Yo hace años que no vivo acá, pero a ese cuartito estoy segura de que no lo tocaba nadie más que él y, conociéndolo, mi papá jamás cambiaría nada. Entré muy pocas veces ahí yo, las puedo contar con los dedos de una sola mano. No me dejaban entrar, qué se yo, ese era el espacio de papá y nadie más tenía derecho a invadirlo. Era como si pudiésemos profanarlo, así nos hacía sentir él cuando queríamos verlo. En realidad a mí nomás, mamá nunca quiso ver qué era lo que había ahí adentro. Es más, era ella la que me retaba, la que me decía qué estás haciendo, Lucía, no ves que esa es la pieza de papá, no tenés que entrar nunca ahí. Pero yo entré, vio cómo son los chicos, mientras más les dicen que no más ganas de hacer las cosas les agarran. A mí esa pieza era como si me llamara, como si me desafiara a entrar, a descubrir sus secretos. La primera vez que entré a escondidas me asusté, era rarísima. Como le digo, mi papá tenía muchas mañas raras, muchas pequeñas obsesiones. En el centro de la pieza había una estatua de San La Muerte, ni idea de cuánto medía pero era enorme, más alta de lo que yo era en ese momento, a los siete años. Tuve pesadillas con ese esqueleto durante meses porque, después de tantas películas, para mí así era como lucía la muerte: el esqueleto encapuchado sosteniendo una guadaña, con los ojos vacíos y la mirada amenazadora, vaya una a saber cómo es posible esa mezcla. Alrededor de la estatua había un montón de velas: blancas, rojas y negras, intercaladas todas entre ellas, acomodadas casi con amor, con completa devoción. Había algunas flores también, flores de los mismos colores que las velas. Rarísimo. Y había también una mesita con botellitas de whisky y con una caja de cigarros, la caja de cigarros más grande que había visto en mi vida. Esa primera vez yo era muy chica para reconocer qué era, para mí las bebidas eran agua o gaseosa, qué sabía yo que eso era whisky. De grande me di cuenta, empecé a atar los cabos: las botellas, el constante nerviosismo de papá, sus cambios de humor, lo mucho que le costaba hilar algunas frases, lo profundo de su sueño y su insoportable paranoia. Mi papá o estaba loco o era un alcohólico. O las dos, usted decida. No crea que estoy tratando de presentar una mala imagen de él, no se confunda. Yo lo que estoy tratando de hacerle entender es que no había nada raro acá, no había nada más que tristeza, nada más que un hombre perdido y un poco extraño. La gente lo idolatraba o lo odiaba con tanta intensidad, que a veces se olvidaban de que él no era más que un hombre tratando de hacer su trabajo, tratando de curar pacientes que nadie más quería atender mientras criaba a una hija a la que sentía cada vez más distante.

¿Que cómo lidiaba yo con su trabajo? Y, no sé, supongo que eso dependía de mi edad. Cuando era chica, cuando tenía ocho o nueve años, me molestaba mucho que papá no estuviera nunca en casa. Para esa época mamá sí estaba. Y estaba la mamá de mi mamá también, la abuela Norma. Qué mujer esa, ¿eh? Con ella todavía sigo en contacto un poco, aunque no mucho. Ella tampoco sabe dónde está mi mamá, ¿sabe? Nadie tiene idea de a dónde se fue. Y yo creo que Norma un poco me llama para sentirla cerca a ella, no por mí, a mí nunca me quiso mucho. Probablemente por lo mucho que me parezco a papá, porque salí igualita a él. Y, mire, no es que no se llevaban bien: papá no tenía ningún problema con ella. Pero Norma le tenía un miedo, no le puedo ni explicar lo que era. Nunca entendí muy bien por qué. Era, o mejor dicho es, muy católica mi abuela. Es de esas personajes que se saben pasajes de la Biblia de memoria, de esas que van a la Iglesia todos los domingos y que se rezan no sé cuántos rosarios por noche. Es increíble. Capaz tenía algo que ver con eso el miedo, vaya a saber. Traía agua bendita siempre que venía, siempre. Y nunca lo miraba a mi papá a los ojos. A veces creo que era porque su religión la hacía ser muy cerrada, ¿sabe? Para ella el mundo está dividido entre la gente mala y la gente buena: la gente buena es la que sigue las reglas y la gente mala es la que no lo hace, la que hace lo que quiere, los delincuentes básicamente. A Norma le reventaba que mi papá fuera a atender a los presos y a los pobres, le molestaba muchísimo que solo los atendiera a ellos, que no laburara en un hospital privado, como siempre había querido mamá. Pero bueno, usted ya sabe eso, si escribió millones de notas sobre mi papá, sabe con cuánta pasión iba él a las cárceles y a las villas a atender a la gente que no lo podía pagar, a los que estaban en las últimas. Cuando crecí lo entendí. Y no solo eso, sino que me sentía orgullosa de tenerlo como padre. A pesar del alcohol y de que no estaba nunca, me enorgullecía saber que hacía algo importante. La gente lo adoraba, a eso también ya lo sabe. No se da una idea de la cantidad de regalos que le hacían, millones de cosas le daban. A veces hasta caían a casa, esperando encontrarlo desocupado como para darles una mano. Pero él no estaba nunca desocupado, nunca estaba libre. Yo creo que esa fue una de las cosas que lo terminó desgastando, qué quiere que le diga. Es verdad que el trabajo que hacía era honorable, pero qué se yo, se cansaba muchísimo. Capaz también eso fue lo que lo llevó a tomar tanto, no sé. Como le dije, nunca hablamos de eso nosotros. Nunca hablábamos de nada.

¿Si alguna vez lo vi hacer algo raro? ¿A qué se refiere? ¿A si noté algún tipo de advertencia que señalara que se estaba por matar? Y, no sé, qué quiere que le diga. Como dicen en las películas, todo lo que diga puede ser usado en mi contra, ¿no? Yo soy la hija de mierda que nunca le dio una mano al santo, es lo que me dice todo el mundo. Pero, sinceramente, no recuerdo haber captado ninguna de esas señales. Sí sé que estaba triste por mi mamá, de eso me daba cuenta. Estoy segura de que nunca pudo superarla, ¿sabe? Nunca la dejó ir del todo. ¿Puedo contarle algo, como es que dicen ustedes, off the record? Bueno, esto es para que vea que sí estaba medio loco, que no soy yo la que inventa cosas. Una noche, al poco tiempo de que mi mamá se fuera sin decir nada, empecé a escuchar ruidos y me asusté. No era muy grande, habré tenido, no sé, once o doce años. Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero le tenía bastante miedo a la oscuridad en ese entonces, no sabe lo que me costaba dormirme. Todavía tenía pesadillas con la estatua de huesos esa que tenía papá, imagínese. Así que cuando empecé a escuchar los ruidos casi me muero del susto, obviamente que me asomé a espiar, a asegurarme de que nadie estuviera viniendo a llevarme, vio esos miedos que tenemos de chicos. La cosa es que, conteniendo la respiración y tratando de ser lo más silenciosa posible, bajé las escaleras siguiendo los ruidos, los seguí hasta afuera, hasta el jardín. A esto no sé si me lo acuerdo de verdad o si mi mente lo dramatizó por el miedo, pero era una noche muy oscura, había niebla y todo. La luna iluminaba muy pero muy poco y no había ni señales de las estrellas. Además, nosotros no teníamos luces afuera y los faroles de las calles estaban todos como gastados, era rarísimo. Y entre toda esa oscuridad y esa niebla lo vi a papá arrodilliado en el piso. Tardé bastante en darme cuenta de que estaba cavando. Mejor dicho, de que estaba enterrando algo. Me quedé helada. Pienso que, a lo mejor, me podría haber acercado y lo podría haber confrontado, haberle preguntado qué era lo que estaba haciendo. Pero me acuerdo del miedo que sentí, usted no se da una idea, todo mi cuerpo estaba paralizado. Y lo peor de todo era su cara: estaba ido, le juro, como si estuviera poseído. Ese no es mi papa, me acuerdo que pensé, ese hombre es igual a mi papá pero no es él, no puede ser él. Cuando terminó su trabajo, entró a la casa casi corriendo. No sé cómo fue que no me vio, no estaba ni tratando de esconderme yo. Pero entró y nada, ni siquiera me miró. A pesar de haber estado temblado y del miedo que sentía, me ganó la curiosidad. Necesitaba saber qué era lo que había estado haciendo, qué era eso que había enterrado. Me imaginé mil cosas, ¿eh? Y eso que mi imaginación era bastante activa a esa edad. Pero nunca se me ocurrió pensar en una foto, una foto de mamá. Era una foto de ella sonriendo, tan hermosa como siempre, parecía una princesa. Me dio pena ahí, mi papá digo. Nadie sabía, pero yo la había escuchado a mi mamá el día que se fue, había escuchado los gritos y todo lo que se dijeron, había escuchado ese adiós que nunca me vino a dar. Ella le había dicho que estaba harta, harta de que pusiera a todo el mundo antes que a nosotras, harta de que para él todo fuese trabajo, de verlo consumirse por los demás. Y él le decía que no se estaba consumiendo por nadie, que él se limitaba a hacer su trabajo como correspondía y que por supuesto que pensaba en nosotras, que éramos lo más importante que él tenía. Pero ella ni lo escuchaba, seguía gritando como nunca antes la había escuchado. Dijo algo de Norma ahí, de mi abuela. Le dijo que estaba harta de sus fobias, estaba harta del miedo que les daba mi papá, harta del alcohol que tomaba sin parar y de la gente extraña que pasaba siempre a pedirle favores raros, a pedirle solución para el mal de amores o ayuda para vengarlos, qué se yo, gente rara que pasaba, usted sabe, salió en las noticias. Llegó un punto en el que mi papá dejó de intentar defenderse y simplemente la escuchó. Y ella gritó y gritó y gritó hasta que le dijo que hasta ahí había llegado, que no lo amaba más y que, a decir verdad, no estaba segura de haberlo amado nunca. En ese momento yo la odié, ¿sabe? No por no querer a mi papá, creo que eso es algo que siempre le entendí, sino por no llevarme con ella, por dejarme ahí sola. Y, a pesar de ello, me daba pena mi papá, me daba pena que anduviera por toda la casa como un fantasma extrañándola, llorando por ese amor aparentemente no correspondido. Por eso lloré cuando vi la foto enterrada, por su tristeza y por no saber si en algún momento iba a poder salir. ¿Ve por qué le digo que es probable que se haya suicidado? No estaba bien él, nunca lo estuvo.

Sí, sí, tiene razón, divago demasiado. Disculpe, disculpe. En mi defensa, usted es el que me está dando pie para tanta charla con todas sus preguntas. Estábamos hablando del tema de las señales, sí, me acuerdo. Bueno, esa fue una, podríamos pensar que fue una, ¿no le parece? Y la otra no sé si fue una señal sino el progresivo desgaste. De eso me di cuenta recién cuando nos arreglamos, cuando lo volví a ver después de todos esos años sin hablar. ¿Por qué dejamos de hablar? Bueno, yo le cuento, pero después no me diga que divago, ¿eh? Conste que es usted el que me está haciendo las preguntas. Me da un poco de vergüenza hablar de esto, igual. ¿Puede quedar off the record también? No quiero que la gente piense tan mal de mi papá, suficiente con todo lo que le estoy diciendo. Ya lo perdoné por esto, no me gustaría revivir la ira, las discusiones, el asco que sentí. Bueno, entonces sí, le cuento. Para cuando tenía quince años, plena adolescencia, empecé a sentir un ardor muy raro en el brazo derecho. Era muy raro y muy intenso, no sabe cómo me ardía. Y lo peor era que yo no sabía cómo hacer que pare, cómo calmar el dolor: no me podía rascar, porque no es que era picazón; tampoco servía el hielo, porque no es que estaba afiebrado, ardía nomás; las cremas no servían de nada, me calmaban unos segundos, pero nada más, después volvía con todo el ardor. Pasados unos cuantos días de ardor constante empecé a sospechar que había algo raro. No era normal que me ardiera tanto y por tanto tiempo. Como mi papá era médico, obviamente fue al primero al que le pregunté. Esa fue la primera y creo que única vez que lo vi asustado, se lo juro. Le mostré el brazo, para ese entonces todo colorado, y se le transformó la cara. Se quedó un rato sin decir nada, como si estuviera pensando en las palabras justas para decirme. Y ahí pasó algo rarísimo. Hasta el día de hoy no lo entiendo mucho, no sé muy bien qué fue lo que pasó. Para mí que fue la fiebre, porque aparentemente había estado con fiebre todos esos días y ni cuenta me había dado. La cosa es que en el brazo colorado se empezó a marcar algo, algo duro que empezaba a cobrar forma debajo de mi piel, como si tuviese algo ahí abajo, algo que no quería estar ahí, algo con ganas de salir. Cuando lo vi empecé a gritar como una desquiciada, obviamente, la cosa esa se movía para todos lados. Aún sin decir nada, papá me agarró la mano y me llevó al hospital en el que trabajaba los fines de semana. Me sentó en una camilla, me puso anestesia y me empezó a cortar el brazo, como si nada, como si fuese lo más natural del mundo. En ese momento no sentí ni un poco de miedo, se lo juro, aunque mi papá parecía igual de poseído que esa lejana noche enterrando la foto. Lo que sentí fue ira, porque él sabía qué era lo que me estaba pasando y no me decía nada, no me explicaba, no hablaba conmigo. Ahí fue cuando se pudrió todo entre nosotros, cuando dejamos de hablar. Me sacó una estatuilla del brazo, una estatuilla de ese santo que él tenía en su santuario, el esqueleto de mis pesadillas. Me dio tanto asco que vomité, le vomité en los zapatos y me alegró, ¿sabe? En ese momento sentí que él se merecía mi vómito, que se merecía algún tipo de castigo por haberme puesto eso ahí. Nunca me lo admitió, ni siquiera cuando nos arreglamos, pero yo siempre supe que había sido él el que lo había puesto ahí. Y siempre me pregunté cómo había hecho para hacerlo sin que yo me diera cuenta, sin que sintiera nada. Ahí le empecé a tener tanto miedo como el que le tenía mi abuela, un miedo que, poco a poco, se iba convirtiendo en odio.

Estuvimos sin hablarnos por varios años, no sé muy bien cuántos. Me fui a vivir con Norma y no lo llamé ni una sola vez. Él me llamaba a veces, trataba de hablar conmigo, pero, para serle sincera, siempre sentí que lo hacía más por obligación que por ganas, como si sintiera que tenía que buscarme porque yo era su hija pero en realidad le daba igual. Al final dejó de intentarlo y nuestra relación quedó como en pausa por unos años. Mi abuela, cómo no, aprovechaba ese tiempo para decirme que mi papá era un borracho, que estaba loco, que había hecho bien en dejarlo, tal y como había hecho mamá, que ella sabía que él era el culpable de su desaparición y que ella no descansaría hasta encontrarla, hasta vengarla. Yo no escuchaba sus delirios, qué quiere que le diga, la vieja estaba más loca que mi papá. Ella estaba convencida de que mi papá era la reencarnación del diablo, o algo así, vaya uno a saber qué pasaba por su cabeza. Por eso el agua bendita, el que no lo mirara a los ojos, que no fuera nunca a casa y todo eso. Un gran pire tenía la señora, la verdad. Yo no lo quería a papá, estaba muy enojada por lo que había hecho y, por qué no admitirlo, estaba segura de que estaba trastornado. Pero de ahí a pensar que era la reencarnación del diablo, eso ya era demasiado. Y bueno, la cosa es que nos arreglamos gracias al tiempo. Es verdad eso que dicen de que el tiempo sana todas las heridas. Pasados un par de años me terminé olvidando del brazo, de la estatua y del críptico esqueleto que papá tanto adoraba. Me acuerdo perfectamente de que lo llamé por una nota suya, una nota en la que hablaban de la curación milagrosa de una señora que estaba al borde de la muerte y en la que había muchas fotos de él con la gente, muchas más fotos que las que solían sacarle. Me acuerdo de verlas y de llorar, así sin más, sin poder controlarme. Lloraba por él, porque estaba irreconocible. Mi papá siempre fue una persona flaca, más bien debilucha, pero en esas fotos estaba consumido. Podría jurar que se le notaban todos y cada uno de los huesos. Era como si hubiese dejado de comer, como si hubiese pasado meses o años sin alimentarse. Y lloré porque me sentí culpable, sentí como si lo hubiese abandonado por una boludés, la cuestión del brazo totalmente olvidada. Ese día lo llamé y le dije que quería ir a verlo, que había visto las fotos en el diario y que lo extrañaba, que estaba muy flaco, que quería saber si estaba bien. Lo único que me respondió él fue “yo también te extraño, Luci, sabés que esta siempre va a ser tu casa. Podés venir cuando quieras”. Ahí lloré más todavía, porque me empecé a acordar de su tristeza y me sentí peor, me sentí como una egoísta. Lo había dejado consumirse, lo había dejado empezar a morir de tristeza por una pelea estúpida, por no dejarlo explicarme qué era lo que había pasado. Apenas corté el teléfono me fui corriendo para su casa. Para ese entonces yo no vivía más con Norma, me había mudado a un monoambiente en el centro, estaba haciendo mi vida, lejos de su influencia y de su veneno, lejos de toda la mierda que le tiraba a papá. Capaz por eso me dieron ganas de llamarlo, me picó la extrañitis, como dicen algunos.

Cuando llegué la casa era un asco, estaba como abandonada, igual de abandonada que él, como si los dos hubiesen ido perdiendo las ganas de mantenerse en pie. ¿Ve por qué le digo que se mató? Ya sé que estoy siendo repetitiva, pero mi papá había perdido las ganas de vivir, se le habían ido las ganas de pelear. Se dejó ir, ¿sabe? A lo mejor no se mató así, directamente, con pastillas o con un arma, pero dejó de vivir, dejó de intentar vivir. Un poco yo creo que fue por mamá y por su trabajo, sus dos grandes obsesiones. Y otro poco creo que fue por irse desgastando de tanto pelear con los que le decían que lo que hacía no servía, que él atendía a la basura, a los peores, que debería ir preso como sus amigotes, todo eso le decían. Y, qué se yo, usted sabe, la gente siempre trata así a los santos: en vida los consumen y cuando mueren los enaltecen. La gente está loca, eso lo sabemos todos.