Salvador.
Siento a mi cuerpo moverse en dirección al que será
mi próximo empleo pero yo no me siento sujeto parte de la acción. Probablemente
porque todavía no termino de asumir que mis viajes por el mundo terminaron. La
negativa de la comunidad científica ante mi petitorio de beca para
investigación me obligó a enfrentarme a la escasez de recursos. Por suerte,
Ariana pudo convencer a su madre de que me ofreciese un trabajo (tras modificar
mi currículum, por supuesto), razón por la que estoy dirigiéndome, un lunes a
las siete de la mañana, al instituto psiquiátrico Rosa de los Vientos.
-Bienvenido a Rosa de los Vientos. ¿Qué puedo hacer
por usted?
Mi yo metafísico parece volver a conectarse con el material y
soy consciente de que me encuentro frente a la recepción del instituto. Observo
el lugar, sin sorprenderme de la cantidad de blanco que hay a mi alrededor. Lo
único que parece contrastar con la sobreabundancia de dicho color es el
escritorio caoba de la mujer que está sentada frente a mí, observándome como si
esperase a que dijera algo. Cierto, acaba de preguntarme algo.
-Soy Salvador Presma-Le respondo, plasmando en mi
rostro la sonrisa más encantadora que logro esbozar-Tengo una entrevista con la
señorita Velázquez.
-Oh si, por supuesto doctor Presma. Disculpe, es sólo
que no estaba esperando a alguien tan…joven.
Reprimo el impulso de borrar la sonrisa y poner los
ojos en blanco. ¿Por qué será que las mujeres tienden a aferrarse a la más
mínima señal (o lo que ellas creen es una señal) de interés? ¿Acaso no
entienden que una sonrisa no es más que una sonrisa? Nota mental: evitar ser
demasiado amable con esta regordeta mujer de labios exageradamente rojos y
grandes ojos oscuros, claramente anhelantes de una mínima señal de atención
masculina.
-¿Podría indicarme cómo llegar a su oficina?
-Sí, sí. Por supuesto-La mujer vuelve a ruborizarse y
se pone de pie, intentando disimular su incomodidad.
Me guía por un pasillo que se encuentra al atravesar
una puerta ubicada exactamente detrás de la silla de la secretaria, hasta
llegar a la puerta del fondo. Ésta tiene un cartel en letras doradas que reza Gabriela Velázquez. Imponente, el dorado
es un color imponente. La mujer se queda parada sin hacer ni decir nada, por lo
que me veo obligado a golpear la puerta yo mismo (volviendo a reprimir la
irritación). Al abrirse, veo aparecer frente a mis ojos a una mujer de porte
erguido, extremidades largas y delgadas, pelo negro y corto hasta los hombros,
y unos ojos verdes que parecen demasiado fríos como para intentar analizarlos.
Esta mujer no se parece en nada a la imagen que me había hecho de la madre de
Ariana en mi cabeza.
-Buenos días. Usted debe ser Salvador Presma-Su voz
suena tan rígida como lo es su postura.
-En efecto señorita Velázquez. Un placer conocerla al
fin.
Extiendo mi mano hacia ella a modo de saludo. La
mujer me la estrecha y, otra vez, me sorprende su firmeza y seguridad.
-Creo que ya podés retirarte Marcela. El doctor
Presma y yo tenemos una entrevista pendiente.
-Disculpe señorita Velázquez.
Dicho eso, y tras dedicarme una última mirada con lo
que cree es disimulo, Marcela se retira por el mismo pasillo por el que
vinimos.
-Pase por favor doctor.
Su oficina no refleja ningún tipo de gusto o
característica personal. Las paredes están pintadas de color gris, los muebles
son de madera y no veo ningún cuadro, fotografía u objeto que podría darme un
indicio de quién es Graciela Velázquez. Suelo ser un buen observador, logrando
entrever las facetas ocultas de la gente incluso antes de que me muestren la
máscara que han decidido lucir. Y suelo usar eso a mi favor, porque saber quién
es alguien incluso antes de saber quién quiere o pretende ser, puede resultar
sumamente útil a la hora de obtener beneficios de su parte. Sin embargo, la
oficina de mi futura jefa no me dice nada.
La observo acomodarse en la silla de cuero negro
detrás de su escritorio y extender una mano hacia el lugar frente a ella,
indicándome que la imite. Sin dejar de sonreír acato la silenciosa orden.
-Mi hija ha hablado mucho de usted doctor Presma-Dice
Velázquez sin dejar que sobre nosotros caiga el silencio incómodo.
-Espero que hayan sido buenas referencias.
La mujer no sonríe, dándome a entender que esa no es
la estrategia apropiada para abordarla.
-Su currículum es impresionante, debo admitirlo.
Cuénteme un poco más acerca de su experiencia en Afganistán .
Me sorprende que, de toda la sarta de proezas y
actividades que incluyó Ariana en mi currículum, su madre decida preguntarme
acerca de la única verdadera, la única de la que en realidad puedo hablar.
-Era un lugar muy pobre y necesitaban ayuda médica.
Yo apenas tenía veinticinco años, recién salido de la Universidad, listo para
explorar el mundo. Fue una experiencia gratificante. En un principio, realizaba
únicamente tareas pediátricas, porque los niños eran los más afectados. Pero, a
medida que avanzaban las guerras y el panorama se volvía más violento,
comenzaron a aparecer hombres con trastornos psiquiátricos. Un médico no puede tomar partido así que
atendíamos a todos por igual, al violento y al violentado.
-¿Le fue difícil mantenerse neutral en ese tipo de
situaciones doctor?
Algo en el tono de Graciela Velázquez hizo que
levantara la vista y la observara con fijeza por unos segundos. Su rostro se
mantiene imperturbable, luciendo la misma expresión que tenía al salir de su
oficina para recibirme. Me pregunto por qué le interesa tanto el tema de la
guerra; el tema de Afganistán, el tema de la neutralidad. ¿Acaso…? No, eso es
imposible. Es imposible que esta mujer (o cualquier otra persona que no
fuésemos Ariana o yo) sepa qué fue lo que realmente pasó en Afganistán.
-Para nada.
Estoy seguro de que sabe que estoy mintiendo, así
como también ella es consciente de que yo sé que sabe que no estoy diciendo la
verdad. Ninguno de los dos dice nada por un momento. Nos mantenemos mirándonos
a los ojos, estudiándonos, analizándonos. Siempre ocurre lo mismo cuando se
busca trabajo en una institución: el empleador necesita saber cuánto están
dispuestos a soportar los empleados, qué clase de personas son, cuánta
habilidad tienen guardando secretos. ¿Por qué es relevante guardar un secreto en
una institución? Porque éstas están construidas sobre redes de mentiras y
secretos que se van entrelazando unas con otras hasta construir un colchón de
aterrizaje seguro para quienes tienen el poder, el control. Supongo que
Velázquez ve en mí una gran habilidad para guardar un secreto porque ninguna
otra cosa puede explicar que de sus labios salga, así sin más, lo que dice a
continuación:
-Bien, creo que todo está demasiado claro en su
currículum como para que sigamos extendiendo esta entrevista. Tengo cosas que
hacer. Bienvenido oficialmente a Rosa de los Vientos.
Se pone de pie y extiende un brazo hacia mí.
Sorprendido por la velocidad de la entrevista hago lo propio con mi brazo y
sellamos un acuerdo del cual no creo estar cien por ciento seguro de conocer
todas sus cláusulas.
-Su horario de trabajo es de ocho de la mañana a
cuatro de la tarde, de lunes a viernes. Si lo necesitamos algún fin de semana
lo llamaremos pero por ahora no están incluidos en su horario de trabajo
habitual. La lista de pacientes con sus respectivas medicaciones y condiciones
se encuentran en su oficina. Aquí tiene las llaves y cualquier cosa no dude en
llamarme a mí o a Marcela.
Tomo las llaves, asiento y salgo de la oficina, aún
estupefacto. Esto no puede haber sido tan fácil. Antes de dirigirme a mi nueva
oficina, aunque tras haberme alejado de la oficina de mi nueva jefa, llamo a
Ariana.
-¿Qué querés?-Pregunta sin siquiera saludarme.
-¿No vas a felicitarme por haber obtenido el trabajo
de manera oficial?
-Era obvio que te iba a contratar, el currículum que
te hice es impresionante.
-Esa misma palabra fue la que usó tu madre para
describirlo. Aunque, sorpresivamente, por lo único por lo que me preguntó fue
por Afganistán. Creí que lo habías sacado.
La oigo suspirar al otro lado de la línea.
-¿Qué le dijiste?
-Lo mismo que le digo a todo el mundo que me
pregunta. Pobreza, niños, enfermos mentales, neutralidad. ¿Qué otra cosa podría
decir?
-¿No mencionaste a…?
-No Ariana. Dios, ¿cuándo la he mencionado en alguna
conversación? Si vamos a hacer esto juntos voy a necesitar que tengas un
poquito más de fe en mí.
-Confío en vos Salvador, es sólo que todo esto es muy
complicado. Mentir, tener que cuidar todo lo que decimos y todo lo que hacemos
constantemente.
-Lo sé, lo sé. Nunca te olvides de por qué estamos
haciendo todo esto Ariana. Va más allá de mí, más allá de vos y más allá de
ella.
-Sí, tenés razón. Estoy cansada, nada más. Me alegra
que la entrevista haya salido bien.
-A mí también. Descansa un poco Ariana, lo mereces.
Sin esperar a que me responda le pongo fin a la
llamada. Ahora sí me encamino a mi nueva oficina. El interior es una réplica
exacta de la oficina de Graciela Velázquez, lo que me confirma mi hipótesis de
que en ella no había ningún resabio personal. Dejo mi maletín en el sillón de
cuero negro asignado para los pacientes (el cliché de los consultorios
psicológicos o psiquiátricos) y permanezco unos minutos observando el cuarto.
Tras el escritorio hay un gran lleno de cajones (cada uno marcado con una de
las letras del abecedario), el cual asumo es el que contiene todos los
expedientes médicos. Me acerco a él, abriendo todos los cajones aunque sin
sacar nada. No sé si estoy listo para ver a la gente que han metido en este
lugar; no sé si estoy listo para intentar comunicarme con ellos; no sé si estoy
listo para volver a encontrarme con la parte de mí mismo que cree que aún hay
esperanzas. El discurso lo tenemos todos, pero el accionar es sólo de algunos
pocos. ¿Qué pasa si Salvador Presma es solo un hombre de discurso?
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