Subí con miedo, porque estaba
desacostumbrada a salir de mi zona de confort. El espacio era distinto, la
gente era distinta, el recorrido era distinto; estaba más que claro que no
pertenecía a ese lugar. Además de mí, había un hombre en ese colectivo, lo que
hacía que el miedo recorriese mi cuerpo a mayor velocidad. ¿Y si me
secuestraba? ¿Y si era uno de esos hombres que acechaban adolescentes para
vender sus órganos o prostituirlas? Esas cosas pasaban, y cada vez con mayor
regularidad. Por ello, había un papel pegado en la parte delantera del
colectivo que decía:
“Por motivo de reiterados
sucesos de inseguridad no se entrará al barrio de Las Polinesias a partir de
las ocho de la noche y a partir de las seis y media se dejará de circular por la
calle Jerónimo Luis de Cabrera.
Muchas gracias.
LA EMPRESA”
La Empresa siempre se encargaba
de las medidas de seguridad, de decir qué se podía y qué no se podía hacer,
velando siempre por preservarnos a nosotros los privilegiados.
Entramos en el barrio al que no
se podía entrar a partir de las ocho, el llamado Las Polinesias y, en lugar de
cerrar los ojos y ponerme rezar (como mi
alma pedía que hiciera) miré por la ventana. Había niños con sus madres,
adolescentes, ancianos y adultos, todos fuera de sus casas, todos observando el
móvil atentamente. Sin querer, o quizá queriendo, no lo recuerdo, hice contacto
visual con un niño de aproximadamente cinco años. Se corría el rumor de que la
gente de estos lugares era cruel, despiadada, que de acá salían los violadores
y los secuestradores. Pero, al introducirme en el mundo que me ofrecían los
grandes ojos oscuros del niño, lo único que pude ver fue miedo. Me sobrecogió
el sentimiento que parecía haber en ellos y, no sé por qué, sentí la necesidad
de observar a los demás habitantes de ese barrio marginal. Todos sus rostros
reflejaban el mismo miedo que el del niño y, al mirar al hombre que había en el
colectivo, noté la misma expresión de pánico en el suyo.
El colectivo empezó a frenar
lentamente y el hombre se levantó. Me dedicó una última mirada apesadumbrada y
antes de bajarse dijo:
-Nunca confíes en La Empresa.
No respondí, me limité a
observarlo con fijeza hasta que descendió por completo. Cuando el colectivo
arrancó nuevamente, volví a mirar hacia adelante.
Me encontré con los ojos del
colectivero analizándome por el espejo retrovisor.
Me sonrió. Parecía amable.
Dijo: -Esa gente no sabe lo que
dice. Está resentida porque no los pasamos a buscar a la noche. Cómo si
pudiéramos entrar acá.
Soltó una carcajada, y yo no
pude hacer otra cosa más que sonreír.
-¿A dónde ibas hija?
Siguió hablando el colectivero.
Le dije donde vivía. Volvió a
sonreír y subió el volumen de la música. Continué mi viaje como si nada, sin
mirar atrás. Jamás volví a subirme a uno de esos colectivos. Días después, La
Empresa prohibió que los privilegiados y los marginales viajáramos en los
mismos medios de transporte, pero a veces, muy de vez en cuando, los ojos
tristes de ese chico se me aparecen en sueños, recordándome que hay algo más allá.
Más allá de mi burbuja.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario