lunes, 22 de mayo de 2017

Capítulo 1

Samantha.
La oscuridad me abrasa por completo y estoy a punto de hundirme en el abismo cuando, de pronto, abro los ojos. Me encandila la claridad de la habitación en la que me encuentro y tengo que pestañear varias veces antes de poder acostumbrarme a la luz. Estaba soñando que me hundía en el vacío, otra vez. Uno pensaría que tras tener el mismo sueño noche, tras noche, tras noche, aprendería a acostumbrarse y dejaría de tenerle ese miedo visceral que nos hace sudar e hiperventilar. Pero no. El miedo y la oscuridad no me abandonan, así como tampoco el hastío que me provoca saberme en un lugar al que no pertenezco.
Oigo el crujir de la puerta al abrirse y, contrayendo todos mis músculos en estado de alerta, clavo la mirada en la mujer que entra a la habitación a paso de gacela, atenta a cualquier reacción del que cree es su predador. Son seguramente las nueve de la mañana, hora en la que, sin falta todos los días, la enfermera trae una bandeja con mi desayuno y los medicamentos recetados por el doctor. No tengo permitido tener objetos como relojes, porque se supone que no me ayudan en el “proceso de curación”, así que tuve que mirar un día uno que llevaba puesto mi psiquiatra y pasarme la noche en vela contando los segundos hasta que logré incorporar el horario a mi organismo. A decir verdad, creo que la prohibición de los relojes se debe a que no les gusta que tengamos conciencia de la vida en el exterior porque, y lo digo desde la propia experiencia, la incertidumbre me pone más histérica que el conocimiento del tiempo.
-Estás despierta-Comenta la mujer, más para sí misma que para mí.
Me limito a continuar observándola con fijeza, admirando los finos rasgos de su rostro. Lleva el sedoso pelo castaño atado en un rodete, lo que resalta sus gélidos ojos grises y sonrisa bonachona. Me pregunto cómo me verá ella a mí, cómo luciré en este momento. Otra de las prohibiciones de la institución son los espejos, elementos perjudiciales para personas con trastornos alimenticios, esquizofrenia, entre otros.
-¿Seguís sin hablar querida?-Pregunta.
Intento sonreír, pero por la expresión de la enfermera, dudo haber provocado el efecto tranquilizador deseado. He ahí otra de las múltiples formas en la que se malinterpreta lo que intento transmitir. Ojalá supiera lo que pienso. Ojalá todos supieran lo que pienso. Así todos podrían entenderme y desaparecerían los malos entendidos, principal causa por la cual gente como yo termina en lugares como estos.
-Los medicamentos-Me recuerda.
Casi podría decir que me ofende el hecho de que se quede en el cuarto hasta que tomo los medicamentos. Como si no los tomara todos los días. Como si no me gustara lo adormilada que me hacen sentir después. Y como si no estuviese ya en el punto de la resignación, en el cual creo que es mejor seguir la corriente antes que intentar, nuevamente, explicar por qué no debería estar ingiriendo ningún tipo de droga. Sin decir una sola palabra, agarro el frasco con las dos pastillas rosas y las dos naranjas y me las trago sin siquiera tomar agua. No la necesito. El dolor de garganta que provoca su descenso hasta mi estómago me hace sentir una especie de molestia placentera, porque el hecho de que algo me provoque aunque sea el más mínimo dolor, me recuerda que estoy viva. ¿Qué mejor que la certeza de saber que seguimos existiendo?
La enfermera vuelve a sonreír, me obliga a abrir la boca para comprobar que me las haya tragado a las cuatro y se retira sin decir nada más. Al no sentir hambre, dejo de lado la bandeja con comida y vuelvo a acostarme en la cama, donde las sábanas ya se tornaron frías otra vez, y donde me preparo mentalmente para incursionarme en ese  negro abismo aterrador que me acompaña cada vez que cierro los ojos.
Es un desierto la calle en la que solía estar mi casa. ¿Por qué está tan vacía? ¿Qué pasó con la gente? Generalmente a esta hora ésta se encuentra atestada de niños jugando, adultos caminando por los alrededores haciendo ejercicio, adolescentes paseando… ¿qué habrá pasado? Me deslizo entre los jardines abandonados, sin saber con exactitud el punto hacia el que me dirijo. Mis pies parecen moverse de forma automática, controlados por la abrasadora necesidad de ir… ¿a dónde?
Deambulo por la casa de los Maldonado, por la de los Pérez González, incluso por la mía, sin tener en cuenta el hecho de que no parece haber nadie cerca. Todo parece normal. Las viviendas se encuentran en perfecto estado y los jardines hasta parecen más florecidos que nunca. ¿No es raro que haya tanta vida en un lugar que esté tan desolado? Siento retortijones en el estómago, los cuales suelen advertirme que algo no está bien, que debo huir. Suelo confiar en mis instintos, sin embargo hoy decido ignorarlos. La curiosidad ha ganado la guerra y sigo caminando, haciéndole caso a mis decididos pies.
-Sam-Oigo a alguien susurrar.
Volteo, sobresaltada, los retortijones en el estómago llegando al punto de éxtasis, para encontrarme cara a cara con Orión. Sonrío aliviada, aunque mi estómago no parece compartir el sentimiento. De todas formas, me había acostumbrado a esos tirones que me provocaba la  simple visión de su rostro lleno de cicatrices. Siempre lo había relacionado con una especie de inmaduro nerviosismo.
-¿Qué haces acá?-Mi voz suena tan fuerte en el desierto de la calle que hasta se escucha un ligero eco.
-Vine a buscarte.
Orión no se mueve, permanece imperturbable en el mismo lugar en el que estaba cuando lo vi. ¿Por qué no se acerca a mí? Necesito tenerlo más cerca para saber que es real.
-¿Y llevarme a dónde?
Esboza una sonrisa casi perversa. Esta vez, mi estómago toma la delantera y todo mi cuerpo se tensa. ¡Peligro! Grita mi subconsciente. Sin si quiera meditarlo, salgo corriendo a toda velocidad. El sonido de mis pasos retumba debido al silencio, al igual que mi entrecortada respiración. Corro y corro sin atreverme a mirar atrás. El miedo recorre mi sangre, pasando por todas partes de mi cuerpo y, no sé cómo, pero sé que lo peor está por venir.
¡ZAS!
Empiezo a caer por el precipicio durante lo que me parecen años. De un segundo a otro, el suelo bajo mis pies desapareció y empecé a caer sin poder parar, sin saber cuándo o sí llegará a su fin. La oscuridad me consume, me envuelve entre sus garras y ya no sé que hacer. No pienso, no intento hacerlo tampoco, sino que me rindo, aceptando que este podría ser mi fin.
-¡SAMANTHA!
Siento mis lágrimas antes de darme cuenta que estoy despierta, viva. Frente a mí se encuentra la misma enfermera que viene todas las mañanas a traerme mis medicamentos y la comida. ¿Qué está haciendo acá? Se supone que no tiene que volver hasta dentro de dos horas y media. La mujer parece notar el aturdimiento y el miedo en mis ojos porque se apresura en aclarar:
-Tranquila Sammy, es que no sabía cómo despertarte.
Debo admitir que me gusta que sea amable conmigo y que me trate bien, pero me molesta de sobremanera que me trate como a una niña de cinco años. Me hace sentir estúpida y sé que no lo soy.
-Vine porque tenés visitas-Agrega.
¿Visitas, yo? Si mi garganta no fuese completamente inútil, soltaría una carcajada. Es imposible que tenga visitas. Nadie sabe que estoy acá. Nadie. Ni mis amigos, ni mi familia. Me pregunto qué pensarán ellos de mí. Hace meses que desaparecí de sus vidas, decidida a no volver jamás y habiéndome asegurado de que  ninguno querría buscarme.
-Tomá, ponete la campera porque está frío afuera.
La enfermera extiende su brazo y me enseña una insulsa campera blanca que paso por alto. El tacto del suelo frío en mis pies descalzos es casi revitalizante. Los apoyo lentamente, saboreando el momento.
Caminamos en silencio hacia lo que parece ser el patio delantero. En los pasillos lo único que veo es blanco: enfermeras con uniformes blancos, pacientes con batas blancas y paredes blancas. ¿No sabrán los dueños de esta institución que éste es un color bastante perturbador? Varios de los pacientes sonríen al verme pasar, como una especie de gesto solidario, comprensivo; otros, ni si quiera voltean a mirarme, demasiado ocupados forcejando con las enfermeras como para hacerlo. Hay uno en particular que me llama la atención, una niña que no debe tener más de ocho o nueve años, quien suelta alaridos bestiales al tiempo que patalea con todos sus fuerzas intentando zafarse de las dos mujeres que intentan sujetarla por ambos brazos. Una tercer mujer aparece en escena con una jeringa en mano y una de las expresiones más serenas que vi en mi vida; su aparente control interno me provoca más escalofríos que la niña pataleando. La mujer se acerca a ella y en lo que parece ser cámara lenta le inyecta la jeringa en el brazo derecho. En lo que dura un segundo veo a la niña abrir los ojos de par en par, sorprendida, y caer inerte en los brazos de las dos enfermeras que la estaban sujetando.  Me obligo a apartar la vista de la escena y sigo caminando, tratando de recobrar la calma y regularizar mi respiración. Si tengo que ser franca, debo decir que el hecho de estar internada en esta institución no me provoca tanto miedo como lo hacen los tranquilizantes. Que alguien se vea con el derecho de inyectarnos un asqueroso líquido sólo para callarnos, para controlarnos, para dejarnos sin movimiento, que pueda hacerlo y que nadie le diga nada, eso sí me da miedo. Pánico. Así es como tratan a los animales cuando quieren cazarlos, cuando quieren domarlos, doblegarlos.
El frío aire de mediados de otoño hace que aleje mis pensamientos de la niña del pasillo y me concentre en la suave briza que me provoca un escalofrío placentero. Es hermoso. Sentir frío es como tragarse una pastilla sin agua, me hace sentir viva.
-Ahí están tus visitas querida-Casi me había olvidado que la enfermera venía caminando a mi lado-Voy a quedarme acá por si necesitás algo.
Al levantar la mirada para descubrir el misterio de mi visita, me encuentro cara a cara con mis padres. Mis pies se clavan en el suelo y se niegan a seguir avanzando. ¿Cómo supieron dónde encontrarme? ¿Qué hacen acá? ¿Qué quieren? Esas y miles de preguntan más navegan por mi mente mientras los gélidos ojos marrones de mi madre me escanean con la mirada.
-Hola Sammy-El cálido tono de papá hace que mis pies finalmente se dignen a avanzar hacia ellos.
Como siempre, sus brillantes ojos verdes reflejan todo el amor que siente por mí a través de esos redondos anteojos de marco negro. Mi cuerpo entero vibra ante la necesidad de refugiarme entre sus brazos, de que me consuele con un “todo va a estar bien tesoro”.
-¿Cómo llegaste a este horrible lugar Samantha?-Es lo primero que me dice Andrea.
Contrario a los de papá, los ojos de mi madre reflejan la desaprobación y lo que interpreto como asco, que siente al verme en esta posición. Siento una especie de mórbido placer al saber cuánto le afecta mi imagen con el traje blanco y los pies sucios al descubierto. No sé si le afecta más mi aspecto o el que esté en una institución psiquiátrica.
-Andrea-Susurra papá en tono reprobatorio.
Ella pone los ojos en blanco y vuelve a clavarlos en mí, esperando una respuesta que no puedo ni quiero darle.
-No tenés que decir nada tesoro, está bien. Tu doctor nos contó que estás teniendo problemas para hablar así que no queremos presionarte. Sólo queríamos verte, saber cómo estabas. Seis meses es mucho tiempo Sammy…
La culpa ruge en mi interior, amagando con dominar el campo emocional. Si papá supiera todo lo que pasé en estos últimos seis meses, sabría que todo lo que hice fue por su bien.
Andrea suelta un bufido.
-Deja de tratarla como si fuera una niña Marcos-Dice entre dientes-Ya es una adulta y tiene todo el derecho de irse de casa si quiere, de terminar en un lugar como este. Sólo vine para decirte una cosa Samantha: no puedo creer que después de todo lo que tu padre y yo te dimos nos hayas hecho esto. Dejarnos tirados como perros, como si no importáramos nada, tratarnos de la forma en la que lo hiciste. ¡No estarías viva si no fuera por nosotros! Ingrata, egoísta…
-¡¡Andrea!!-Grita papá. Ambas lo miramos sorprendidas. Él nunca levanta la voz-¿Cómo podés pretender que no se vaya si la tratás así?
-¿Y cómo querés que la trate Marcos? ¿Sos consciente de lo que nos hizo?
-Como vos misma dijiste, es una adulta. Puede elegir qué hacer con su vida.
Trato de sonreírle en agradecimiento, pero mi padre está muy ocupado fulminando con la mirada a Andrea como para notarlo. La mujer que dice ser mi madre suelta una carcajada sarcástica.
-Y acá estás otra vez Marcos, prefiriendo a la hija que te abandonó y se metió en un instituto para locos antes que a la mujer que estuvo a tu lado toda su vida, soportando toda la mierda que le tiraste y todos tus viajes eternos, que bien sabemos los dos eran para escapar de tus responsabilidades.
En mi cabeza la situación se vuelve caricaturesca y aparezco con la boca abierta y la mandíbula en el piso y los ojos saliéndose de las cuencas en señal de sorpresa. No me sorprende el que Andrea piense todo esto, siempre fue evidente en su trato hacia a mí y en los comentarios que hacía cuando papá se iba de viaje, los cuales se suponía debían ser sutiles pero eran más evidentes que su odio hacia mí. Lo que sí me sorprende es que esté diciéndoselo. Frente a papá, mi madre siempre se comportó como una mujer civilizada, cariñosa, amable… Es bueno saber que por fin se sacó la careta.
-Estoy harto Andrea, harto de vos y de tus planteos ridículos. ¿Podrías esperar en el auto mientras hablo con mi hija?
El tono gélido que posee la voz de papá se funde con el viento helado y nos provocan un escalofrío a ambas, a Andrea y a mí. ¿Son lágrimas lo que veo en sus ojos? Antes de que pueda seguir analizándolo se recompone y me dedica una mirada que contiene todos los reproches y frustraciones que dice le provoqué a lo largo de los años. En cámara lenta la veo levantar el brazo derecho hacia mí, la pulcra mano de uñas rojas y llena de anillos acercándose cada vez más.
Empiezo a gritar casi sin darme cuenta, casi sin sentir el escozor en mi mejilla que me provocó la cachetada. Los gritos de Andrea intentan sobreponerse a los míos y le doy la bienvenida al caos.
-Me arruinaste la vida pendeja, ¿ves lo que provocas? Tu hermana, tu papá y yo éramos felices hasta que llegaste vos.
-ANDREA ES SUFICIENTE.
Unos agudos chillidos silencian al mundo por un instante, aturdiéndonos, metiéndose en nuestra piel. Tardo unos segundos en darme cuenta que soy yo quien grita y que mis dos padres me observan atónitos: al asombro de Andrea lo acompaña una expresión de suficiencia y al de papá un mar de lágrimas.
-Tranquilos, yo lo arreglo-Anuncia una enfermera saliendo de la nada.
Ahora me empiezo a reír a carcajadas, tomando conciencia de lo ridícula que es la situación. ¿Cómo llegué a este lugar? ¿Por qué me alejé tanto de mis padres? ¿Cómo me encontraron siendo que fui sumamente minuciosa al ocultar mis huellas? Antes de responder aunque sea a una de las incógnitas siento un pinchazo en el brazo derecho y todo se vuelve oscuro otra vez. Lo último que veo antes de hundirme en la inconsciencia es la expresión asustada y dolida de mi padre.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario