Y en la inmensidad de la noche,
sentía que comprendía. Sentía que su existencia cobraba sentido; se sentía
respirar y a su corazón latir, por primera vez; se sentía ser y se sentía
sentir. Caminaba por calles oscuras y desiertas, sintiéndose aturdida por los
alaridos triunfantes que emitía su conciencia, sonriendo como nunca antes.
Miraba el cielo, y sentía que lo veía nítido; se encontraba descubriendo a las
estrellas y a la luna como entes alcanzables. Asía la libertad con una mano (en
un agarre casi paradójico), mientras que con la otra iba tocando los edificios
por los que pasaba. Acariciaba postes,
paredes, autos, con el solo propósito de sentir, de tener la certeza de su
estadía sobre la realidad.
De pronto, abrió los ojos; soltó
la lapicera (porque escribir con lápiz le parecía signo de debilidad) y volvió
a su cama, guardando en su mesita de luz los clichés y las imágenes ya hechas
que volvería a usar en su próximo escrito, sin saber cuál de esos momentos, si la libertad callejera y el cielo
alcanzable o el papel y la lapicera bajo la sombra del encierro, era real. ¿Por
qué no ambas?
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